sábado, 27 de noviembre de 2021

Queso rapado

"Si es gol, me rapo". Dice uno de los dos amigos mirando el partido del domingo a la tarde noche.

"No seas ridículo...", le responde. Extendiendo su mano hacia el paquete de chizitos que se encontraba sobre la mesa ratona, enfrentada al televisor.

Unas latas de cervezas vacías, unos maníes desparramados sobre la mesita, tarde de futbol por TV, cerveza, tarde de amigos. Una de esas que se repiten miles y miles de veces, cada vez que hay algún partido. 

Ticho, un perro adorable, mimoso, pachorriento, color marrón claro, orejas largas, de mirada despreocuapda, como quien se sabe suficiente y contenido, amado, querido, mimado, cuidado, merodeaba por las cercanías de la mesita, en busca de algún descuido. 

Quizás haya sido el olor a queso que invadía el lugar. Es increíble cuanto de ese olor puede almacenar un paquete grasoso de chizitos. Como si explotara una usina láctea en plena maduración, y volaran por los aires miles de hormas. Lo mas llamativo de todo esto es que si a cualquiera de nosotros nos vendaran los ojos y nos preguntan de que queso se trata ese olor, no acertaríamos porque no pertenece a ninguno. Maravillas de la química, la publicidad, la psicología aplicadad a la misma y otras tantas ciencias que nos engañan como lo hicieron los españoles hacer 500 y tantos años cuando llegaron a estas costas.

Chizito al suelo, la mirada puesta en el partido, Ticho se acerca y "aaaaaaadennnnntroooo". No hubo mordida, ni nada, pasó directo al estómago. Pudo divisar, mientras el sabor a queso le invadía toda la cavidad bucal, la poca sal que se desprendió del extraño cuerpo amarillento, le despetaba alguna necesidad de agua. Los perros no toman gaseosas, ni alcohol ni nada. Se conforman con agua. De la canilla, del grifo o de la zanja. Cualquiera diría, aplicando la lógica que hasta el agua de la zanja es mejor que cualquier otra bebida creada por el hombre. Demasiado extraño para ser realidad.

Mientras eso sucedía, el partido daba para charlas de cualquier otro tema, menos del mismo.

Ticho, ve un pedazo de algo comestible sobre la mesa, sea lo que sea, sabe que no puede poner las patas sobre la mesa, mandamiento supremo que no puede quebrar bajo ningún concepto. Estira el cuello. Inclina la cabeza y aquí suceden unas de las cosas mas bellas que puedan ocurrir. Donde se combinan la mas diversas ciencias, la experiencia, las sensaciones y los recuerdos, todo eso solo para alcanzar un "cachito" alimento. 

Primero, debío verlo a través del iris y el cristalino, identificar que se trata de un alimento o algo parecido, decidir si lo quiere y le gusta. Esa imagen en su cerebro, recorrió decenas de miles de neuronas, dendritas, y quien sabe cuantas rutas desconicidas, almacenarse en algún lugar, compara con otras anteriores y en milésimas de segundos, decidir ir hacia él.

Luego evalúa la distancia del mismo al borde. Se acerca directamente, pero sabe que no alcanza con eso. (Retomamos donde inclina la cabeza) .

Cabeza inclinada unos pocos grados respecto del horizontal, logra acercarse pero no lo suficiente, abre la boca, porque condicionado como está, solo puede alcanzarlo si estira la lengua, rosa, áspera, reseca. Sin saber absolutamente nada de física o matemáticas, necesitó girar aún más la cabeza para evitar que le cuello se tope con el borde y le impida llegar más lejos. Con la lengua ya afuera, tenía resuelta una parte del problema, porque si bien con su cuerpo apoyado sobre la alfombra y afirmado sobre sus patas frontales, ejerciendo fuerza desiguales para compensar el desequilibrio que le genera tener la cabeza inclinada hacia un lado, solo logró quedar más cerca. 

Entonces, aún extendiéndose un poco más, logró rozar el bocado, alejándolo un poquito más del borde. Vuelve a intentar, forzando las patas traseras a ejercer una fuerza mayor, pero no tanta como para mover la mesa, ni tan poca como para que no alcance a vencer la resistencia de la masa muscular de su cuello. Sigue intentando, y la lengua desplegada con una torsión con forma helicoidal, como una víbora trepando una rama, pero en este caso sin rama.

La pelota estaba apoyada sobre el césped, rodeada de la espuma blanca, evanescente. La mirada de los dos amigos puesta sobre la trayectoria imaginaria de la carrera del ejecutante. Ticho con los ojos clavados en el pequeño bocado, distante a escasos milímetros de la punta de la lengua. 

El tiro salió a un metro o dos sobre el travesaño, impactó en el alambre y la pelota cayó muerta sobre el cartel de publicidad de maní detrás del arco. La lengua con el último y máximo esfuerzo abrazó a duras penas el bocadito y todo el cuerpo del can se relajó, que sin masticarlo ni siquiera pudo sentirle el gusto ya que todo el espacio está inundado de queso lo tragó y se recostó en los pies y la alfrombra, a la espera de otro descuido.


 

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