sábado, 27 de noviembre de 2021

Reglas

Suena el timbre.

"Ahí llegaron..." se escucha decir en voz baja a la hermana menor que terminaba de bajar el último escalón que los depositaba en la planta baja, justo frente al recibidor. Una cinta de enmascarar delineaba exactamente la posición de ambos hermanos en un ángulo exacto de 45 grados en diagonal a la maciza puerta de cedro, que oficiaba de puerta de entrada.

Los dos hermanos parados uno junto al otro. Sin tocar la cinta demarcatoria en el piso, con zapatos brillantes, impecables, el pantalón negro del varón tenía el pliegue frontal perfectamente alineado y sin arrugas, el cinturón correctamente ubicado sobre el botón central. La camisa blanca replandecía con el reflejo del sol que ingresaba por la ventana frontal de tres hojas. El moño negro, brilloso, azabache, impecablemente alineado, el rostro inmutable, no esgrimía ninguna emoción. El peinado raya al medio, hecho a la perfección, ni un solo pelo invadía el hemisferio de enfrente. El brillo del gel hacía rebotar la luz aún más. 

La hermana menor, en sintonía con su hermano, zapatos de charol, medias tres cuartos blancas, impecables, como recién salidas del paquete, pollera negra tableada, donde cada pliegue parecía ser de cartón o madera por su extrema rigidez y perfección, camisa blanca, manga larga pero un tanto más infladas que las de su hermano. El cabello con sus dos colitas ubicadas exactamente a la misma altura y a la misma distancia del meridiano imaginiaro de la cabeza. Ambos con las manos cruzadas por delante. La derecha por sobre la izquierda y los pulgares entrelazados por detrás. Todo en perfecta simetría. Hasta parece que parpadean al mismo tiempo.

Afuera se escuchan unas risitas nerviosas, cuchicheos. La madre abre puerta con un gesto ceremonial. Lentamente hace el gesto de bienvenida, inclinándose hacia adelante y bajando la cabeza, haciendo una pequeña reverencia, desliza ambos brazos como invitándolos a los  5 visitantes a pasar, unos instantes después se incorpora y esboza una sonrisa forzada. Observa esas tres criaturas vestidas "vulgarmente", como si no fuera un almuerzo importante. La madre de las tres niñas, parada un escalón más abajo, sobre la vereda, con jogging y zapatillas, el pelo recogido, el padre en bermudas y sandalias franciscanas, las niñas, así nomás, como si se levantaran y se dirigieran directamente hacia acá, hacia la cita.

La madre de las dos estatuas vestida de negro, vestido largo hasta los tobillos, zapatos de tacos bajos, pulido cuero negro. Un collar de perlas, un peinado que habrá tomado varias horas llevarlo a tal perfección y armar esa especie de estructura sólida con cientos de clips que ayudaban a mantener el peinado rígido y erguido.

Tardó instantes en cerrar la reverencia de invitación al ingreso, pero a ella le pareció un tanto larga, y termina diciendo "adelante, pasen, sientanse como en su casa...", la frase casi de compromiso que uno dice para hacerlos sentir bien. 

El padre de las tres niñas hace un gesto con ambos brazos como abrazando a todos y al mismo tiempo como si empujara para que todos ingresen delante de el a través de la puerta. Al levantar la mirada ve con cierto asombro y desconcierto la mesa ubicada frente al recibidor donde permanecían los dos hermanos imperturbables. La mesa estaba lista, los cubiertos brillaban, los vasos ahí colocados estratégicamente alineados, la pila de dos platos, las servilletas plegadas en forma de grulla de origami mirando al centro a una grulla cinco veces superior que contenía una pirámide de pan, todos del mismo tamaño. Las sillas vestidas con raso blanco, impecable moño trasero sobre la cintura del respaldo. Inmediatamente se dio cuenta que éste no era un almuerzo como tantos otros. 

Las tres niñas se acercaron a saludar a los dos hermanos, pero un carraspeo forzado de la señora vestida de negro paralizó a las tres hermanitas que se dieron vuelta instintivamente como sabiendo que algo raro se avecinaba.

La madre toma la palabra y comienza un discurso sin trastabillar una sola palabra. "Antes de comenzar el encuentro, quisiera repasar ciertas normas o reglas ( mientras sonríe a medida que iba acercandose a la palabra reglas ) . No son muchas pero sí bastante específicas..."

Y entonces comienza la enumeración de las mismas.

"Regla número uno... no se puede romper ni transgedir ninguna de siguentes reglas."Letal. Con esa sola declaración no existe ya nada que pueda sorprender a los visitantes que descolocados no sabían que gesto aplicar, en un desconcierto total, absoluto, inimaginado se miran e intentan sonreir o mirar la grulla mayor. 

Inmediatamente y sin permitirles reaccionar lanza la segunda regla: "Regla número dos... hay que pedir permiso para todo." Y agrega entendiendo que necesitan ejemplos para interpretar las reglas de convivencia. "Todo está supervisado y acordado, a saber, si quieren ir al baño, hay que pedir permiso, si quieren hablar, hay que pedir permiso, si quieren tomar un pan o un dulce, hay que pedir permiso. Para solicitar permiso, deben hacerlo levantando preferentemente la mano derecha, y tendrá prioridad quien haya levantado primero la mano, luego en segunda instancia, es por edad, teniendo prevalencia el mayor y en tercer orden, el sexo, el varón tendrá prioridad por sobre la mujer". 

En un desconcierto mayúsculo, los visitantes comenzaron a sentir que algo estaba funcionando mal. 

Los dos hermanos casi inmóviles, allí asentían levemente ante cada declaración de su madre. Ninguno de los cinco invitados sabía a ciencia cierta si se trataba de un chiste, de una puesta en escena o lo peor, si todo era cierto. Sin poder salir del estupor llegaba la siguiente regla.

"Regla número tres... esta regla está referida al comportamiento en la mesa, es muy importate..." agrega. "La mesa es el lugar de reunión de la familia, es quizás el momento de comunión de la familia por lo tanto es imprescindiblr que todos la respetemos..." continúa con su monólogo "Todos empezamos a comer al mismo tiempo y todos terminamos de comer al mismo momento, nadie está autorizado a levantarse de la mesa. No se puede pasar por sobre el plato de otro comenzal, no se puede ..." Continuaba sin inmutarse. Todo estaba prohibido. Todo estaba negado por defecto.

"Regla número cuatro..." justo cuando suena un ringtone de mensaje en algún bolso que interrumpe el relato. "A eso me quería referir..." dice elevando la voz cuando ve a la joven visita revolver la mochila que traía colgada en su espalda, agitada, busca silenciar el teléfono, casi en estado de deseperación, las hijas notan un momento de zozobra de su madre que las mira como desorbitadas y ve en ellas una mirada de angustia y desazón. Alcanza el telófono que sigue sin parar lanzando tonos agudos por todo el espacio, el marido que atina a manotear la mochila como si eso fuera a acallar el berrinche del aparato. Ya casi en un caos, tres parpadeos de nervios se alcanzan a ver en los ojos de la anfitriona, que lentamente, como pidiendio permiso, intenta calmar la picazón que le genera en el rodete este momento tenso y desagradable por haber sido interrumpida su exposición.

Teléfono en mano, alcanza a ver en la pantalla que rápidamente se apaga. Protesta "No puede ser... mi mamá necesita el remedio que se le acabó anoche. Vamos a tener que volver."

Nadie entendía nada. El marido sabe que la suegra falleció hace unos doce años, las niñas que no tienen abuela, la anfitriona que no pudo terminar de recitar las cuatro últimas reglas y los hermanos que no podrán mostrar el rígido calvario a las tres invitadas menores.

"Que pena que no podamos disfrutar de este almuerzo ..." se lamentó y que casi todos coincidieron sin convencimiento. 

Tan rápido como guardó el celular en la mochila extrajo las llaves del auto, y se dirigió hacia la puerta de cedro. "Puedo abrirla? Preguntó con temor". "¡No!", respondió, casi exclamando, congelando la mano de la mujer a escasos dos centímetros del picaporte de bronce pulido, brilloso. "Yo lo haré." Dijo, bajando dos tonos de voz. Sentenció como venganza al retiro cobarde de la familia.

Salieron los cinco disparados hacia el auto, mientras los dos hermanos levantanban su mano derecha y agitándolas leventemente de izquierda a derecha, la misma cantidad de veces como si estuvieran unidas por un soporte rígido, invisible, pero muy presente.

Entrecerrando la puerta, con la mirada puesta sobre el vehículo que se alejaba raudo, deslizó el comentario... "Me parece que no son muy apegados a las normas, pero sin embargo aprenden rápido."

"Que sería de nosotros en un mundo sin reglas...?" Se preguntó a si misma, hechándole traba a la puerta.    


Queso rapado

"Si es gol, me rapo". Dice uno de los dos amigos mirando el partido del domingo a la tarde noche.

"No seas ridículo...", le responde. Extendiendo su mano hacia el paquete de chizitos que se encontraba sobre la mesa ratona, enfrentada al televisor.

Unas latas de cervezas vacías, unos maníes desparramados sobre la mesita, tarde de futbol por TV, cerveza, tarde de amigos. Una de esas que se repiten miles y miles de veces, cada vez que hay algún partido. 

Ticho, un perro adorable, mimoso, pachorriento, color marrón claro, orejas largas, de mirada despreocuapda, como quien se sabe suficiente y contenido, amado, querido, mimado, cuidado, merodeaba por las cercanías de la mesita, en busca de algún descuido. 

Quizás haya sido el olor a queso que invadía el lugar. Es increíble cuanto de ese olor puede almacenar un paquete grasoso de chizitos. Como si explotara una usina láctea en plena maduración, y volaran por los aires miles de hormas. Lo mas llamativo de todo esto es que si a cualquiera de nosotros nos vendaran los ojos y nos preguntan de que queso se trata ese olor, no acertaríamos porque no pertenece a ninguno. Maravillas de la química, la publicidad, la psicología aplicadad a la misma y otras tantas ciencias que nos engañan como lo hicieron los españoles hacer 500 y tantos años cuando llegaron a estas costas.

Chizito al suelo, la mirada puesta en el partido, Ticho se acerca y "aaaaaaadennnnntroooo". No hubo mordida, ni nada, pasó directo al estómago. Pudo divisar, mientras el sabor a queso le invadía toda la cavidad bucal, la poca sal que se desprendió del extraño cuerpo amarillento, le despetaba alguna necesidad de agua. Los perros no toman gaseosas, ni alcohol ni nada. Se conforman con agua. De la canilla, del grifo o de la zanja. Cualquiera diría, aplicando la lógica que hasta el agua de la zanja es mejor que cualquier otra bebida creada por el hombre. Demasiado extraño para ser realidad.

Mientras eso sucedía, el partido daba para charlas de cualquier otro tema, menos del mismo.

Ticho, ve un pedazo de algo comestible sobre la mesa, sea lo que sea, sabe que no puede poner las patas sobre la mesa, mandamiento supremo que no puede quebrar bajo ningún concepto. Estira el cuello. Inclina la cabeza y aquí suceden unas de las cosas mas bellas que puedan ocurrir. Donde se combinan la mas diversas ciencias, la experiencia, las sensaciones y los recuerdos, todo eso solo para alcanzar un "cachito" alimento. 

Primero, debío verlo a través del iris y el cristalino, identificar que se trata de un alimento o algo parecido, decidir si lo quiere y le gusta. Esa imagen en su cerebro, recorrió decenas de miles de neuronas, dendritas, y quien sabe cuantas rutas desconicidas, almacenarse en algún lugar, compara con otras anteriores y en milésimas de segundos, decidir ir hacia él.

Luego evalúa la distancia del mismo al borde. Se acerca directamente, pero sabe que no alcanza con eso. (Retomamos donde inclina la cabeza) .

Cabeza inclinada unos pocos grados respecto del horizontal, logra acercarse pero no lo suficiente, abre la boca, porque condicionado como está, solo puede alcanzarlo si estira la lengua, rosa, áspera, reseca. Sin saber absolutamente nada de física o matemáticas, necesitó girar aún más la cabeza para evitar que le cuello se tope con el borde y le impida llegar más lejos. Con la lengua ya afuera, tenía resuelta una parte del problema, porque si bien con su cuerpo apoyado sobre la alfombra y afirmado sobre sus patas frontales, ejerciendo fuerza desiguales para compensar el desequilibrio que le genera tener la cabeza inclinada hacia un lado, solo logró quedar más cerca. 

Entonces, aún extendiéndose un poco más, logró rozar el bocado, alejándolo un poquito más del borde. Vuelve a intentar, forzando las patas traseras a ejercer una fuerza mayor, pero no tanta como para mover la mesa, ni tan poca como para que no alcance a vencer la resistencia de la masa muscular de su cuello. Sigue intentando, y la lengua desplegada con una torsión con forma helicoidal, como una víbora trepando una rama, pero en este caso sin rama.

La pelota estaba apoyada sobre el césped, rodeada de la espuma blanca, evanescente. La mirada de los dos amigos puesta sobre la trayectoria imaginaria de la carrera del ejecutante. Ticho con los ojos clavados en el pequeño bocado, distante a escasos milímetros de la punta de la lengua. 

El tiro salió a un metro o dos sobre el travesaño, impactó en el alambre y la pelota cayó muerta sobre el cartel de publicidad de maní detrás del arco. La lengua con el último y máximo esfuerzo abrazó a duras penas el bocadito y todo el cuerpo del can se relajó, que sin masticarlo ni siquiera pudo sentirle el gusto ya que todo el espacio está inundado de queso lo tragó y se recostó en los pies y la alfrombra, a la espera de otro descuido.