domingo, 5 de noviembre de 2023

El búlgaro

Llega con su bolso, colgado  del hombro, tomado con la mano derecha, como percha invertida, camina a ritmo tranquilo, con anteojos de marco negro, remera negra, largos negros, se acerca al grupo que se empieza a gestar, un rato antes de empezar el partido y casi tímido saluda a sus compañeros, bajo la sombra de un tilo gigante, que yace ahí hace demasiado tiempo como para contar los años. Unos caños galvanizados de "dos pulgadas" hacen las veces de baranda, típicos de las canchas de rugby, separan la zona arbolada de la cancha. Unos bancos de plaza hacen las veces de vestuario y una línea blanca de cal, marca el lateral de la cancha. Entre la línea y la baranda hay escasos 180 centímetros, por ahí , por ese angosto sendero correrá el o la "linesman" un rato más tarde.

Se cambia como otras tantas veces, en un rito que comienza así: sacándose el jogging negro, se pone los cortos, luego la media derecha, que la sube lentamente hasta el punto donde comienza la rodilla, entonces, el turno de la izquierda, se saca la remera, elije al azar una camiseta amarilla con vivos negros, aspira hondo, guarda cuidadosamente sus anteojos en el bolso, extrae los botines que los tiene protegidos con una bolsa de nylon gruesa, pone sus zapatillas y las guarda en el bolso, acomoda sus botines sobre el pasto, los examina meticulosamente en busca de alguna fisura o restos de tierra seca que pudieron haber quedado del partido anterior, afloja los cordones, siempre comenzando por la derecha, se los calza, los ata, nada lo distrae, la concentración se va elevando.

Está todo listo, ambos equipos dispuestos a comenzar el partido, hoy se juega contra un rival áspero, difícil, con buenas individualidades. Pero ahí está él. A escasos 5 metros de la pelota, él tiene los ojos clavados sobre ella, parece que si la mirara un rato más, la pincha.  

Suena el silbato y comienza a rodar la bola. El tono del silbato lo transporta directamente a su Sofía natal, cuando a los 6 años en su partido debut, en el campo de deportes del PFC CSKA Sofía, el referí abrigado con un gamulán de piel de oso, debido a la inusual baja temperatura del invierno de ese año, hizo sonar el silbato y el búlgaro sintió una descarga eléctrica que le recorría la médula espinal, sin saber de donde venía esa sensación, la ignoró, corrió hacia la pelota y se lanzó con ambos pies hacia adelante, con tanta mala suerte que fracturó a dos de sus propios compañeros que estaban por iniciar el juego, fuerte contusión a un tercero. 

Alborto, griterío de los padres, golpes de puño, insultos, tumulto, vuelan piñas por todos lados, allegados del club que bajaban de las improvisadas tribunas de madera hechas de abeto caucásico. El búlgaro no entendía que sucedía ni porqué había cometido semejante ataque. Sin embargo ese fatídico hecho marcó a su familia que debió abandonar Sofía de inmediato, bajo reiteradas amenazas de muerte, promesas de venganzas, ataques de gomera, hicieron insostenible la vida del pobre búlgaro y su familia. 

El destino, caprichoso, quiso que el barco que habían alcanzado a tomar luego de huir por el mar Negro, cruzando el Bósforo los llevó al puerto de Buenos Aires. 

Allí su familia, debió comenzar una nueva vida. Tuvieron que aprender la lengua, las costumbres y todo lo que se imaginen.  Pero aún así lograron brindarle al búlgaro una educación de calidad e inculcarle los valores de sus antepasados. Estos fueron los valores que llevaron al joven a retomar la práctica del fútbol amateur en diferentes categorías y asociaciones, donde supo brillar y consagrarse varias veces campeón. Su vitrina carga decenas de trofeos de todo tipo, mejor jugador, mejor compañero, menor tiempo en hacer un lateral y hasta más veces en devolver el toallón a sus compañeros despistados.

Hoy lo podemos ver hacer todas sus destrezas aprendidas a lo largo de estos años y disfrutar de su compañía en el fútbol del campeonato de La Salle en San Martín.

Búlgaro vení el domingo, no nos prives de tu compañía. Vení, te esperamos con los brazos abiertos.